La IA tiene antecedentes históricos que, originalmente, se basaban en la necesidad de lograr sistemas de transcripción. Según Duke Ellington, uno de los más grandes artistas que han existido, el inicio de todo fue la pianola, con sus tarjetas perforadas. Distintos procedimientos artificiales, tanto trabajando con el azar como con lógica matemática y programas, han sido partícipes de la música académica del Siglo XX. Sin embargo, la IA como fenómeno popular y negocio masivo es otra cosa.
No obstante, hay otros usos de la IA que son más comunes y más interesantes para el usuario y consumidor promedio. Por un lado, está el equivalente sonoro al deepfake, que, por ejemplo, puede mostrarnos el rostro y las morisquetas de Jim Carrey reemplazando a Jack Nicholson en la atemorizante película El resplandor.
En el uso análogo de esta modalidad en la música, los recursos técnicos y la pericia lo definen todo. Alguien, habiendo obtenido de una canción la pista instrumental o una recreación de la misma, puede cantar haciendo su mejor imitación posible de John Lennon, pasarla por una aplicación cuyos algoritmos contemplen todo -timbres, inflexiones, rango vocal o pronunciación- y, voilà: John Lennon sings Oasis.
También están las humoradas dignas de Peter Capusotto, como “Spinetta” cantando jingles de aceites o discursos de Carlos Menem. O “Iorio” interpretando a Cerati. Quien no se contente con escribir y tocar imitando a Nirvana puede usar la IA como medio para invocar a Kurt Cobain.
La IA también habilita liftings vocales que buscan, con mayor o menor suerte, revitalizar las voces de cantantes cuya juventud ha quedado atrás.
Hay programas pagos que ofrecen una gama variada de patrones de voz que van desde Taylor Swift a Donald Trump. Y no faltan quienes suben canciones interpretadas por alguien muchas veces referido como “El pintor austríaco”: es increíble escucharlo hacer Don’t Stop Me Now, con los cuatro Queen tocando sus instrumentos.
