Nacido con el nombre de Robert Zimmerman en 1941 en Duluth (Minnesota), fue una figura casi incomprensible para la prensa desde sus primeros pasos en la música. Desde joven, con la aspiración de unirse a figuras como Little Richard y siguiendo los pasos del legendario Woody Guthrie; Dylan se trasladó a Nueva York y forjó su identidad como músico de folk. Pero fue a partir del álbum The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), que comenzó a posicionarse como un portavoz de su generación, rol que nunca aceptó completamente.
Su habilidad para crear canciones que reflejaban ideales de la época, como las demandas por los derechos civiles y la protesta contra la guerra de Vietnam, le otorgaron una imagen de concientización. “Yo no busqué ser la conciencia de una generación. No tenía nada en común con esa generación”, dijo el artista en varias entrevistas, resistiendo a la interpretación política de sus obras.
Dylan se convirtió en una figura tan compleja y esquiva que como sugirió Mick Brown, su vida y obra no pueden entenderse sin tener en cuenta las máscaras que él mismo se encargó de crear. “La leyenda no es importante, sino el arte y el trabajo”, confesó Dylan en su autobiografía Chronicles: Volume One (2004). Además, su relación con la prensa se caracterizó por la evasión y el desconcierto. En sus primeros años de fama, evitó mencionar su verdadero nombre y alimentó aún más el mito.
A pesar de su enorme influencia cultural, Dylan nunca tuvo un solo que alcanzara el número uno en las listas de popularidad. Sin embargo, su obra trascendió los límites del éxito comercial. En 2020, su composición “Murder Most Foul”, una reflexión sobre el asesinato de John F. Kennedy, se ubicó en la cima de las listas de ventas, 58 años después de su debut.
Según el especialista de Esquire, Bob Dylan continúa siendo un símbolo de resistencia al conformismo, de reinvención constante y del arte en constante evolución. Como él mismo aseguró: “Una canción es como un sueño, y tratas de hacerla realidad”.
